Allí la gente no caminaba hacia atrás, ni los ladrones perseguían policías, ni las consecuencias precedían a las causas, ni los tejados venían del viento, ni el llegar era el principio del trayecto, ni el velorio anticipaba la muerte, ni el mar desembocaba en el río, ni las piedras tropezaban dos veces con un mismo hombre, ni el agua recién nacida era bautizada con niños fríos, ni el suelo caía sobre las hojas de los árboles en otoño, ni los óvulos marchaban en tromba en busca de un esperma, ni las ramas hacían nidos con trozos de pájaros, ni las cabezas emergían del cuero cabelludo, ni los westerns rodaban a John Ford, ni del plátano se comía la monda, ni de la penicilina se obtuvo el moho, ni del deseo emergía la estrella fugaz, allí al menos no.
Sin embargo, llegó aquel día un individuo a una calle frecuentada por los no privilegiados del reino. Sabíamos que era músico callejero por su uniforme de paria y su guitarra enfundada a la espalda. Encontró un hueco en una esquina que se ofrecía a cinco desvíos, con suerte el rincón más transitado del barrio, y allí desplegó el campamento. Hizo descansar su guitarra en el suelo y abrió la funda, pero allí no había guitarra sino monedas. Monedas de valor uno y dos. Diez y veinte. Y de cincuenta. Dejó la funda abierta frente a los viandantes, llena hasta arriba. Él, tras ella, sólo daba palmas e invitaba a los precarios espectadores a acercarse. Así el primero, el menos tímido y más pícaro, se aproximó y tomó una moneda, esperó el guiño de aprobación del músico y lo obtuvo. Y se marchó con su moneda y, como él, sucesivos pícaros y, tras éstos, un no tan pícaro, y las abuelas que paseaban nietos y los hombres rudos también se acercaron a tomar una moneda o dos. Y la gente arrogante y algunos que no aprobaban la práctica y la gente alta y la gente más melenuda tomaron su pequeño premio. También gente dócil y otros que se dedicaban al negocio de la filatelia y varios agentes de seguros y otros cuantos expresidiarios y pelirrojos. El artista ofreció reverencias y guiños a todos los que por allí tuvieron el detalle de agenciarse algún centavo, hasta que la funda se encontró vacía. Cerró la cremallera, colgó la funda de su hombro, y se marchó.
Me acerqué y le supliqué que me
dejase agradecerle tan conmovedor gesto con otro gesto mío y le ofrecí varios
billetes. Los aceptó con gusto y me confesó que le venía muy bien algo de
cash flow.