Los nervios le llegaron a
Golondrino ya en el momento en que presentó sus fauces frente al desayuno. Una
náusea devoró sus vísceras y el estómago se plegó sobre sí y decidió no abrir
compuertas.
Desenfundó la flauta de su
estuche y la condujo a sus labios. Intentó simular mentalmente la escena del
examen: su nombre, el duodécimo de la lista; el camino hacia la tarima,
golpeado por el hijoputismo silencioso de sus compañeros; la mirada de la
profesora, la manía de ésta de ejercer de metrónomo golpeando la mesa con sus
uñas largas y duras; la última inspiración de aire antes del primer soplido. Y
sopló con total perfección Scarborough Fair, sin apenas violentar la
belleza de su melodía.
El lapso de tiempo que medió
entre este último ensayo y el desapasionado esperpento musical que concedió el
alumno undécimo de la clase, le resultó a Golondrino eterno en su transcurrir
pero peligrosamente breve en su terminar. Pronto le invadió la clásica
sensación de alboroto cardíaco, de náusea desbocada y de bloqueo mental
neurótico. Sensación incrementada al máximo durante el camino desde su pupitre
a la tarima, hostigado por las puñaladas ópticas de sus inquietos
compañeros.
Se presentó ante el atril sin alzar la vista hacia la audiencia, sólo visualizando la partitura. La profesora inició el ritmo manual y a Golondrino le embistió el estrés. Le descentró un impredecible tic nervioso en su rótula, que bailaba como las campanillas de un despertador. Quiso excusarse, pero no encontró tiempo para buscar las palabras adecuadas. Si se aproximaba un gran fracaso, pensó, entonces tenía que abreviar. Y así tomo valor para llevar la flauta por fin a su boca.
La flauta cayó al suelo.
Golondrino fue incapaz de sujetarla con firmeza y se le resbaló de las manos.
Los intentos de alcanzarla en pleno descenso fueron inútiles también. La
estancia se llenó de silencio hasta que el impacto del instrumento contra el
suelo inauguró una tanda de carcajadas.
Cuando se aproximó al suelo,
Golondrino descubrió con horror que no era capaz de blandir su dolorida flauta
porque le habían desaparecido las manos. Hizo deslizar su manga y apreció que
su brazo terminaba de forma imprevisible en la muñeca. Lo mismo el otro brazo.
Trató de agarrar la flauta pinzándola con un pie y sosteniéndola entre los dos
muñones pero se escurría y caía de nuevo. Los compañeros le prestaban ahora
máxima atención y Golondrino se impacientaba. Envió una mirada afligida a su
profesora con la que intentó explicar con cierta telepatía que sin manos no iba
a ser capaz de ejecutar su examen. La profesora le devolvió una serie de
parpadeos y una mirada de resignación.
-Golondrino, cariño, tienes un
cero.
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